A muchas personas les ha quedado grabado en su interior el sentimiento desagradable que experimentaban cada vez que, en su infancia, eran requeridos por su apellido para hacer un examen o para ser reprendidos.
Llamar a las personas por su nombre les hace sentirse reconocidos, importantes. Además es una señal de cercanía y de interés hacia la otra persona por parte del interlocutor.